El problema central de América Latina y El Caribe no es la pobreza, es la riqueza extrema concentrada en pocas manos que los Estados no pueden capturar, vía impuestos, para distribuir
Por Adrián Falco*
Este texto fue originalmente publicado en portugués por Aupa
La dirigenta política argentina Eva Perón acuñó, en la década del ´40, una frase que quedó para siempre en la memoria popular: “Donde hay una necesidad, nace un Derecho”. Esta frase logró concentrar en siete palabras todo el sentir respecto de la relevancia que tiene el rol y la presencia del Estado cuando de generación, ampliación o restitución de Derechos se trata para reducir la desigualdad. Cuando los pueblos tienen necesidades, de más y mejor educación, de más y mejor atención sanitaria, de más y mejores empleos, cuando se presenta la necesidad de una vida digna alejada de niveles de marginalidad y pobreza es el Estado, con sus recursos, quién debe asistir a la institucionalización y universalización del Derecho a la salud, a la educación, al trabajo, esencialmente el derecho a una vida digna.
Durante el último año y medio América Latina y El Caribe ha asistido a una catástrofe humanitaria de dimensiones inimaginables en el pasado. La pandemia de la Covid-19 profundizó los enormes déficits sociales que arrastraba la región dejándonos al borde del colapso humanitario. Los números son elocuentes en ese sentido. Según datos del BID retomados en el informe elaborado por Latindadd, la RJFALC y la Fundación SES sobre impuestos a las grandes riquezas, el 1% de los más ricos obtiene el 21% de los ingresos de toda la economía, el doble de la media del mundo industrializado. Desigualdad a flor de piel. Pero detrás de estos números grandilocuentes, muchas veces discutidos, están las personas de carne y hueso víctimas de un sistema económico, en muchas ocasiones que las excluye permanentemente.
Según datos de CEPAL para el año 2020, 8 de cada 10 latinoamericanos/as se encuentra en condiciones de vulnerabilidad social. Esto es gracias a la profundización, en el último año, de las desigualdades estructurales vinculadas con el empleo producto de una fuerte y creciente informalidad. A esto se suma, para el mismo año, el cierre de 2.7 millones de empresas y la caída de 7.7% del PBI. Más allá de las medidas de protección social implementadas por algunos gobiernos, es evidente que no alcanza. Estamos en presencia de un retroceso de 12 años en términos de pobreza y de 20 años en términos de pobreza extrema. Este es el tiempo que le llevará, a toda la región, recuperarse de la crisis.
América Latina y El Caribe es una bomba de tiempo. Los factores de riesgo que adelantan esta realidad y la hacen cada vez más palpable son la fuerte densidad de población en zonas urbanas, el hacinamiento, la falta de acceso a los servicios básicos esenciales, en síntesis, América Latina y El Caribe adolece de falta de oportunidades para sus habitantes. Nuestra región tiene 209 millones de pobres de los cuales 78 millones están en extrema pobreza.
Los elevados niveles de pobreza, el acceso desigual a la educación, las condiciones habitacionales precarias, el menor acceso a los servicios de salud y la mayor participación en el empleo informal afectan más a las mujeres, los niños y niñas y las juventudes. Al cierre preventivo de las escuelas para frenar los contagios por Covid-19 se contrapone la falta de infraestructura para atender clases en línea, a la cuarentena implementada en todos los países para frenar la circulación del virus se contrapone la sobrecarga de trabajo en la mujeres sobre quienes recaen los trabajos de cuidado que no son remunerados.
En esta coyuntura, el Estado necesita recursos económicos para solucionar la crisis. Y seguramente la mayoría, si no todos, los lectores han escuchado que el Estado no tiene estos recursos. Aquí es donde la justicia fiscal tiene un rol clave en la lucha contra la desigualdad.
Además de poder generar, de forma sostenible, recursos económicos públicos necesarios para garantizar los derechos humanos, los sistemas tributarios pueden ser una herramienta central para reducir las desigualdades a través de su potencial carácter redistributivo. No obstante, si queremos que estos acaben con la desigualdad y no la repliquen, incrementándola, tenemos que lograr que dejen de ser regresivos, es decir que paguen proporcionalmente más los que más tienen.
América Latina y El Caribe recauda mucho por impuestos al consumo pero poco por impuestos a la riqueza. Actualmente, perdemos 26 mil millones de dólares por año por no gravar a las grandes fortunas, según el informe de Latindadd, RJFALC y Fundación SES ya citado. Desde los parlamentos y con el apoyo del movimiento social se deben impulsar impuestos de emergencia a grandes riquezas y sobre ganancias extraordinarias, impuestos por uso de jurisdicciones offshore para solventar estas medidas. Esto incluye impuestos a empresas de la economía digital como Amazon, Netflix, Google, entre otras corporaciones que vieron crecer sus fortunas astronómicamente durante la crisis.
Es esencial también frenar los fuertes y crecientes abusos fiscales que generan la salida de recursos de nuestros países y nos impiden desarrollar políticas públicas inclusivas para terminar con la desigualdad estructural y, más urgente, sacar a los 78 millones de latinoamericanos de la pobreza extrema. Según datos de CEPAL anualmente América Latina y El Caribe pierde el equivalente al 6% de su PBI producto del fraude fiscal. Además, necesitamos mejorar la integración regional de nuestros sistemas tributarios: actualmente no existe cooperación en materia tributaria con el resto de los países de la región y esto es algo parecido a “volar a ciegas” porque no sabemos nada de lo que pasa en términos de empresas y tributos en el país de al lado. Hay que profundizar el combate a las prácticas fiscales nocivas y fortalecer el control fiscal a las grandes corporaciones a través de la apertura de sus informes contables, de localización de subsidiarias, de beneficiarios finales y de información tributaria.
Otro tema es que nuestros sistemas tributarios están hechos a medida de las grandes corporaciones. Esto representa grandes pérdidas por otorgamiento de beneficios tributarios cercanos al 5% del PBI regional superando con creces la inversión regional en educación prepandemia. Esto es dinero que los países dejan de recaudar y que pasa a formar parte de los activos de las mega corporaciones. Esto último es alarmante porque se complejiza con la caída de la recaudación impositiva producto de la pandemia y el cese de mucha actividad económica. América Latina y el Caribe pierde anualmente recursos muy necesarios. Las pérdidas regionales anuales calculadas, estimadas por diferentes organismos y OSC arrojan que, producto de la elusión fiscal, dejamos de recaudar 500 mil millones de dólares por año, según un informe de Tax Justice Network en conjunto con ISP y Global Alliance for Tax Justice. Se pierden también por evasión fiscal 320 mil millones de dólares por año, según CEPAL.
El problema central de América Latina y El Caribe no es la pobreza, es la riqueza extrema concentrada en pocas manos que los Estados no pueden capturar para redistribuir. En muchos casos esto es así por falta de herramientas que permitan hacerlo, no solo técnicas sino esencialmente políticas. Pero en muchos otros, esto resulta de la total impunidad de las élites locales y anuencia de los gobiernos, convirtiéndose en cómplices de la concentración de poder económico.